Los relatos de Cuentos Barrofón arman una topografía que también es una poética y una política. Las marcas del territorio son los animales: los lobos, los perros, los cuervos, los gorriones, las urracas, un colibrí, las víboras venenosas y más, siempre más. Como en esas preguntas que escanden la narración y que no cierra, el movimiento es de regreso sobre lo mismo y de desplazamiento, incluso de sustitución: Wapner, “un artesano-especialista de vanguardia”, hace que la lengua huya, se escape, vuelva a su lugar más banal; en el truco lo que va de la realidad a lo alucinado, de lo lleno a lo vacío y en el vacío un material que prolifera. Una guerra permanente y casi invisible (salvo para el que escribe la fábula política) se desarrolla arriba, en la memoria de la lucha en el espacio cósmico cuando se inventa el cañoforte para encender el cielo de bolitas de paraíso o de vidrio y abajo, en los que se van y nunca vuelven, en los que se quedan pero no, en los muertos y los chacales hambrientos que vienen del desierto. Ana Porrúa

Hay un pueblo en el desierto por el que van y vienen animales de fábula infantil. Es un desierto con Moisés y una flotilla de drones. Bíblicamente antiguo, rabiosamente actual. En esa geografía imposible animales, cosas y personas deambulan confundidos, sin reposo y sin saber. El sindicato de lobos, chacales y perros malos es claro: “Nos morimos si nos quedamos allí. Nos matan si venimos acá”. Los Cuentos Borrofón son fábulas circulares para niños alucinados que se asoman al futuro y vuelven con malas noticias: “no hay nada allá”. Sin moraleja, ni comadreja. Es un chiste o catástrofe, e incluso el chiste, advertimos, es un chiste explosivo. Aunque venga el tordo e intente convencernos de que tordo va a estar bien. Marcelo Díaz