La rosa que engalana

La rosa que engalana
Daniel Fermani tiene una vasta trayectoria como dramaturgo, con más de treinta obras teatrales escritas, además de numerosos ensayos sobre teatro y arte. Ha incursionado también en la ficción con Tratado del amor urgente (2o16) y ahora nos ofrece una nueva muestra de su talento narrativo. Andrés Casciani es un reconocido ilustrador y plástico, que ha realizado varias exposiciones individuales y colectivas (en Mendoza, Buenos Aires y Estados Unidos), y realizado tapas de discos y afiches de diversos músicos, entre ellos Pablo Kusselman, Walter Casciani, grupo Tres Atriles, The Butterfly Explosion, etc. En el caso de esta novela, sus ilustraciones contribuyen a potenciar el clima que la palabra escrita produce en el lector. La novela de Fermani se divide en cuatro secciones: “Primera parte: la vida de Marzia Pucci”; “Segunda parte: el viaje subterráneo”; “Tercera parte: las cartas de Eleonora” y “Cuarta parte: sólo la realidad es irreal”. En su discurrir, nuestro ánimo como lectores va variando a medida que nos introducimos en lo que, a primera vista, aparece como la vida rutinaria de una mujer de mediana edad, un poco neurótica, que vive en su departamento, y a quien comienzan a obsesionar cada vez más los ruidos que producen sus vecinos. Esa cotidianidad se refuerza por la minuciosa descripción de las acciones, lo que logra dar al relato una morosidad que se contagia a los diálogos cansinos, intrascendentes o redundantes hasta la exasperación con que acosan Marzia algunos de sus escasos interlocutores. Pero pronto la situación se complica, y la que parecía ser solo una solitaria, jaqueada por la cotidianeidad, en esta Mendoza ajustada a su vez por la cordillera que le impone un límite geográfico análogo al límite vital que Marzia experimenta en su vida, deviene cada vez más obsesiva, a punto de incursionar en profundidades (¿mentales o reales?) no esperables al comienzo. Una serie de símbolos van delineando el perfil cada vez más alucinante del texto; así, la figura de la mantis religiosa, el insecto que durante el apareamiento es capaz de destruir a su pareja, arroja alguna luz sobre la verdadera índole del protagonista, en primer lugar, y sobre la índole de las distintas relaciones que se van entretejiendo en la novela, tal como se devela hacia el final. La indistinción sueño/vigilia, la superposición de planos se va acentuando, a favor de obsesiones y sueños, potenciados por cierta sustancia alucinógena que ingiere la protagonista y que deforma la realidad diluyendo lo cotidiano en imágenes surrealistas, las de los sótanos del edificio en que vive, sumergiéndonos en un nuevo modo de horror gótico alojado en un espacio contemporáneo, cuya antigüedad se remontan apenas poco más de mediados del siglo XX, aunque en su vientre remeda las lóbregas mazmorras del horror dieciochesco o decimonónico. Esto se ve plasmado, por ejemplo, en el verdadero descensus ad ínferos que constituye la incursión de Marzia por los pasadizos subterráneos del edificio en que vive, que es a la vez un recorrido por su propia interioridad. Los personajes, vecinos del edificio, parecen vivir simultáneamente en los dos mundos. Pero no solo ellos, sino también los habitantes de los recuerdos de Marzia, sus propios difuntos: los de su familia, pero también sus víctimas… vivencias que se espacializan, de algún modo, en este periplo oscuro. Y en esta asociación espacio/ mente radica la auténtica clave de lectura del texto, que responde acabadamente a los postulados de Gastón Bachelard en su Poética del espacio, en tanto la casa integra los pensamientos, los recuerdos y los sueños de cada uno, de modo tal que la morada es de algún modo el ser en su expresión más profunda. Así, los múltiples espacios de la casa (en este caso, el departamento de la protagonista), adquieren valores simbólicos, desde la terraza al sótano, pasando por las escaleras que conducen al antro inferior; y no inocentemente, la acción novelesca se va desplazando cada vez más a esas profundidades que Marzia recorre, provista de un hilo, verdadera Ariadna en el laberinto de su propio ser. Acompasando ese recorrido tortuoso se suceden los flash backs que permiten introducir en el texto otros personajes: la madre, su primer novio y la primera víctima de Marzia. A través de ese recurso se va desgranando el reguero de muertes que jalonan el itinerario vital de Marzia, víctimas diversas y métodos también diversos de asesinato, que coinciden en una aparente falta de motivación, en tanto no hay objetivo concreto, salvo defender su orgullosa y maniática soledad. Esa oposición arriba / abajo, lo terrestre / lo subterráneo, parece diluirse, trastocarse, empero, abriendo pasadizos impensados, así, los espacios mutan y se transforman ominosamente con la plasticidad de las pesadillas (tema consagrado por la literatura fantástica), del mismo modo que el tiempo narrado se retuerce sobre sí mismo, como caracol surrealista. En todo momento la narración sostiene su interés gracias a la maestría en la creación de climas, la prosa medida en la descripción, pero a la vez precisa y rica en hallazgos expresivos. La focalización narrativa a través de los análisis introspectivos del personaje, logra contagiar al lector esos estados anímicos cada vez más angustiantes, a medida que avanza la tensión hacia el desenlace. Este clima se ve reflejado acabadamente por las ilustraciones de Casciani que traducen, en sus gamas de negros y grises, el mundo interior del personaje y sus obsesiones, con una intensidad que por momentos sugiere la del gótico urbano. Un último comentario: la buscada cursilería que parece trasuntar el título, con su gardeliana referencia, contrasta eficazmente con la intensidad que alcanza esta suerte de thriller psicológico que enriquece nuestra narrativa mendocina contemporánea.

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