Soltar la casa, de Lidia Rocha

Hubo una ingenuidad niña, de cuando nos enseñaban a dibujar la casa, el árbol, el sol, casitas estereotipadas, abrir puertas y ventanas de papel, de utilería; nos obligaron a imaginarlo así, juntas, lo creíamos. Luego, nadie nos advirtió sobre los remolinos del futuro, ni de la casa vacía como un nido abandonado, ni de los desarraigos dolorosos, ni del oxígeno necesario para nadar en la incertidumbre de la noche, ni de los modos de amarnos o despedirnos.

Hubo una ingenuidad niña, de cuando nos enseñaban a dibujar la casa, el árbol, el sol, casitas estereotipadas, abrir puertas y ventanas de papel, de utilería; nos obligaron a imaginarlo así, juntas, lo creíamos. Luego, nadie nos advirtió sobre los remolinos del futuro, ni de la casa vacía como un nido abandonado, ni de los desarraigos dolorosos, ni del oxígeno necesario para nadar en la incertidumbre de la noche, ni de los modos de amarnos o despedirnos. 
“Soltar la casa” nos encuentra asomadas al redescubrimiento de esas memorias tergiversadas por un desgarbado preciosismo. Lidia Rocha nos invita a sentir el sutil vértigo cotidiano. 
Un canto de estrellas dobles en un hilvanar insomne de sílabas parece repetir la inefable pregunta: ¿quién soy?, que se replica en cada recuerdo evocado, en cada revuelta de la memoria recobrada. La poética se adhiere a los papeles y la esperanza, a las palabras de cálida luz para no sucumbir como un pájaro en la tormenta.
Ariel Muñoz

 

En la levedad del entresueño

un alacrán camina por mis sábanas

 

si duermo

hará de mí

una geografía de veneno

 

de noche

el silencio despierta

criaturas aterradoras

 

un peso sólido

justo cuando a los corazones

algo les falla

 

la mesa sigue puesta

el televisor vende

fábulas para insomnes

 

desconfío

 

por eso tomo

una pastilla redonda

para el pasado

una ovalada para las diagonales

que no voy a cruzar

 

y un puñal para el ojo

que insiste

en interrogarme

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