La mano maldita- Ficciones metaleras
El fragmento, el ensayo, la crónica, los relatos vividos y todos los buenos géneros, los géneros amables, se componen de verdad, ira, justicia y risa. Lo demás es sistema, miedo y mucho miedo. La mano maldita no tiene ficciones. Es literatura que no teme el sentido y construye una serie de formas informes.
Cada vez más, hoy, un libro no es más que un pretexto para la proliferación de palabras que han renunciado al sentido y a la lengua, abandonando la tarea y la obra vinculada al “eso que ahí afuera nos mata” y a la forma, a la arruga que hace un autor en el decir. Por lo que se hacen libros que no son literatura porque nunca pasan del material-a-duras-penas a verdad-alguna. Si a eso se le llama literatura y no cualquier cosa, como asegura Christian Ferrer, La mano maldita sí es literatura. Es literatura que como fantasma (“Zombi” se llama el relato de Juan Ignacio Pisano aquí) recorre hoy la pampa y quizá Latinoamérica, porque sus voces, estos disímiles escritos, son de acá pero también de otros pueblos americanos, y la sorpresa no es poca porque al desierto lo atraviesa un ánima literaria. La literatura, hundida por tanto borrón experiencial bajo, por tanto paseo por la nada, llámese así al realismo sucio, horrible, deprimente que nos ahoga y azota, renace en lugares insospechados. La literatura vuelve, retorna. Y se pone a contar, aquí, en La mano maldita, contando músicas, tintineantes, vivas.
La literatura es avidez, impaciencia de saber y estos pedazos de vidas musicales escritas lo confirman. Crónicas de vida que reafirman que para escribir hay que vivir, no hay que inventar nada-nadita. El invento, la ficción, se ve en el orillo, como dice Hugo Savino, rápido, hace agua, se hunde. La vida vivida es con-tun-den-te, como fraseaba Nicolás Rosa. La mano maldita es literatura que trae. Y, por más que el subtítulo reza: “Ficciones metaleras”, éstas son crónicas de vida. Relatos de vida.
El prólogo de Minore es certero. Dice. También dice algo que intentamos poner acá, como su último párrafo: “Si a su vez, fortalecen (estas diez crónicas) la tesis de que la literatura es un ajuste de cuentas con el pasado habrá que verlo. Quizás también pueda ser un desajuste total, una manera de eternizar nuestro presente, o una simple memoria del futuro.” Y su crónica, la última, “Leather rebel”, es otra gran crónica. Uno quiere seguir leyéndola y eso es lo único que quiere un lector frente a la literatura, lo dijo Aira, yo lo repito. Esto basta para volver a confirmar todo el libro como literatura y que con vida se hace literatura, no hay ningún invento en el medio!!!!
Pero veamos el primer relato, “Iron Maiden, mi viejo y yo”, que si va con la muerte del padre, fragmento que se ve obligado a poner “(Una historia real)”, el de Emiliano Scaricaciottoli, con el de la “Rubia”, es la muerte de la madre. Dicho así, rápido, sin permiso pero pidiendo perdón yo, por mudar así un relato poderoso en un tema (¡!) pero la sabiduría de ese recuerdo narrado, acuñado de potente modo, es el pequeño hermetismo gigante que arma. Allí, la dureza es siempre la mejor hermandad de la escritura, mucho más que la cortesanía o la edulcorada bondad regalada sin motivo. Así es “Las facultades y la electricidad” con su raro y yuxtapuesto nombre, con un peculiar decir del reiterado abandono-soledad feroz. Y esos saberes que allí se aprestan, como cuando afirma que el rock es lo fácil, como la vanguardia, esto lo yo digo siempre, inscriben ese afán de conocimiento del que la literatura y la lectura son parte.
Y estos relatos no abandonan el saber de las formas, tampoco. E. S. escribe esas frases casi paralelas, ese casi sistema de repetición que va narrando en la además contundencia de poner apellidos y no nombres. Y los diminutivos que hay que saber poner como “los puñitos” que escribe Minore.
Qué buen epígrafe y qué justo es el del relato de José María Marcos. Con él se me ocurre que lo que pretendemos casi siempre es seguir tarareando una canción que no se nos apague nunca. Mi memoria retiene lo así. Y el de Salinas Basave lo dice desde el nombre: “Ya no quedan más cojones…” porque él habla de una banda “honesta”.
En el siguiente, de Kike Ferrari, “Fuerza demencial”, me sorprende un “Odracir”, un Ricardo al “vesre”, como alguna vez nombró Zelarayán un personaje suyo. Con esto repito, porque el grito arranca de la lectura: PARA ESCRIBIR NO HAY QUE INVENTAR NADA!!!! Basta con el recuerdo claro, justo, el de un un edificio abandonado, una ciudad de mar, demografía vacía (dice una crónica) pero así mismo llena porque está escrita, está bien escrita, quiero decir.
A veces en los relatos triunfa un decir coloquial, a veces rémoras de otras ciencias, pero como se escribe bien si se lo hace tal como habla un autor, las palabras suenan, quedan en los oídos porque se ajustan al decir, a lo narrado. Ahí está para confirmarlo “Relámpago en la oscuridad” de Juan M. Solá Sloan.
Por supuesto, cómo dudarlo, que el Shabat Black es un grandísimo hallazgo, nunca leí algo tan singular, tan original, “judío y satánico”. La literatura, la mejor, suele ser religiosa, sería infinito explicar esto, no podría, para abreviar diré que considero a la de Kafka, a la de Beckett, a la de Tsvietáieva, entre otras, escrituras religiosas. Y religiosa es La mano maldita, la que escribe.
Laura Estrin
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